jueves, 21 de julio de 2011

¿Qué buco yo Coyita?


La niña era hermosa, sus ojos como un mar de ternura y en el cabello el sol. Pero ahí terminaba el cliché. Por todo lo demás era completamente ajena a lo que uno podría llamar “promedio”. Sus acciones habrían obligado a Freud a reescribir toda su obra relativa a las polaridades. Alegre hasta las cachas, dramática (a tal grado) que dejaría a Marga López estupefacta a medio rodaje de “Azares para tu boda”. Aquella niña era un huracán. En sus emociones, en sus pensamientos y en esos pies. La flacuchita en vestido español, podía destruir todo a su paso o inventar algún modo de ponerle sabor al caldo en un segundo.
Venía llegando, la abuela Coyita no atinó más que a correr y poner llave a sus cajones. Esos, donde siempre guardaba botones, hilos; todo lo que usaba para bordarles vestidos tan bellos como ellas. Entraron.
Aunque hoy no escucharía la famosa frase donde la niña se preguntaba exactamente qué estaba buscando entre los cajones (al destriparlos y ser descubierta), la miró en el pleno entendimiento de que la batalla no estaba ganada. Y tenía toda la razón. Es bien sabido que cuando un niño tiene talento para la travesura y tú le estorbas, encontrará su camino creativo de alguna otra manera.
Para no hacer largo el cuento, la muy maja lleva encontrando la manera más de setenta años. La muy grosera ya se ha hecho de hijos y nietos para continuar sus travesuras. Se sigue levantando las mañanas de verano a mojarse en la lluvia con el más pequeño que encuentra en la casa. Y sigue fingiendo que nadie, como ella, baña bien a los perros; con el único fin de mojarse a manguerasos.
Ha hecho la grosería de tomar mi corazón y mi vida por asalto, de hacerme feliz. Hasta se metió en mi cuento cuando no estaba en los planes. Delicia ser hija de un cliché.

Dx.

Jess dibujaba como nadie. Cantaba con una voz llena de colores que al salir de sus labios lo iluminaban todo. Su sonrisa instalada entre millones de pecas la hacía parecer una niña aunque nunca lo hubiera podido ser del todo. Y ahí debajo, la angustia. Sentir que había crecido tan sin poder evitarlo y ahora parecía estancarse.

Ya había ido a los doctores y la respuesta seguía siendo la misma. Epilepsia. Pero las crisis no eran como las que había visto en su amigo de adolescencia, tampoco se parecían a las de su nana mexicana. Algo distinto pasaba con ella.

Cuando estando en la lancha su amigo sufrió de convulsiones, él les avisó. Y hasta les dijo justo antes lo que debían hacer: hubo que meterle un trapo hecho bola en la boca para evitar que se ahogara con su propia lengua. Y la entrañable viejita aquella, caía de sopetón como regla en el piso sin aviso alguno, o metía las manos al aceite donde estaba haciendo papas fritas sin sentir nada. En ambos casos cuando la crisis terminaba, ellos no recordaban lo que había ocurrido. Volvían a la normalidad total, si acaso sintiendo los estragos que el daño durante el episodio les hubiera provocado. Para ella no era así. 

Todo el tiempo mantenía la sensación de incomodidad. No había un segundo en su día durante el que no viera al mundo como un confinamiento absurdo. Su piel cada vez más tensa. Su imposibilidad para actuar más allá. De lograr todo lo que se le ocurría. Pensaba tantas cosas, pero pareciera como si se encontrara en una prisión que apenas la dejaba moverse. Y sus "crisis" no eran otra cosa más que momentos en los que la incapacidad para moverse llegaba al límite. 

Psicólogos, crecimiento espiritual, ejercicio, más doctores.Nada.

Y esa mañana, al abrir la puerta, la sensación de súbito fue distinta. Sabía que podía hacerlo. El capullo se rompió. Y como en el mejor de su sueños, le brotaron alas. 

Conflicto vocacional.



Entraba a la oficina decidido a todo. Lleno de una incontenible necesidad de gritarle aquello que debía saber. Que no estaba ya dispuesto a continuar con esto. Le hablaría de la injusticia, de la terrible soledad y el dolor que me provocaba realizar la tarea encomendada. Le diría que no estaba, tampoco, dispuesto a renunciar; sino que me empeñaría en modificar el absurdo al que me estaban haciendo sucumbir desde hacía (literalmente) siglos. Estaba decidido a defender la tradición que me hacía existir, mis colores. Pero también llevaba una solución a mano.
Había leído a Lipman, a Freire, a Piaget, hasta a Bettelheim; y tenía lista la defensa de mi tesis: Los nuevos niños oaxaqueños no tenían idea de que nuestra función era aterrarlos. En el mejor de los casos nos habían visto tallados en madera y muy sentados en las mesitas de los vendedores ambulantes que se disfrazan para hacer negocios con los turistas. Un perfecto momento para cambiar de línea.
Como la intención de mi exposición no era la renuncia, sino el cambio. Y sabía perfectamente que el cambio genera ansiedad. Estaba preparado para la furia que le provocaría. Por eso, y tratando de ser congruente, le expliqué que no sólo se generaría un ambiente mucho más grato para el trabajo, sino que también su labor sería muy enriquecedora. No se trataría de doblar las manos, de perder carácter. Sino de ganar en términos de misión, trascendencia, popularidad. Le vendería la opción de seguir siendo respetado, pero al mismo tiempo, y por primera vez, sentirse bienvenido.
Además los costos de operación serían casi nulos. Algunas tinturas naturales y hojas recicladas, de esas que tenemos en los archivos por montones. Una nota que, sin quitarle la diversión al asunto, haría que la experiencia en su conjunto resultara provechosa.
Bueno, tenía lista hasta la jugada ruin de apelar a su avaricia donde le propondría elaborar nuestras propias figuras y venderlas afuera de las escuelas. Claro, esta era la carta última, muy kantiana, lo sé.
No hubo necesidad. Después de tanto tiempo también estaba cansado. El cambio angustia, pero también puede ser muy liberador. Y siendo un político como pocos, estaba encantado de ver que la idea podía ser suya si funcionaba y mía si resultaba ser todo un fracaso.
Esa misma tarde llevé a cabo la capacitación con el resto de la flotilla de alebrijes. Y por la noche, acompañado del encargado de comunicación social y el cronista del departamento de pesadillas, escribí la primera nota amable para un mal sueño. HOLA, ME MANDÓ EL TEMOR A ASUSTARTE SÓLO PARA HACERTE MÁS FUERTE. ERES MUY VALIENTE. FELICIDADES. Juanito me miró orgulloso, había sido su idea.

Monólogo.


Cada vez que la veo me la imagino hablando. No puedo evitar pensar que me comprende. La miro mirarme, y la amo. Sé que no puede ser, pero en verdad creo que sólo faltan las palabras en nuestra conversación. Algunas personas abusan las palabras sin pensar. Ella (sin usarlas) me mira y siento, pienso, entiendo. Nuestro amor, nuestra cercanía, la forma en que crecemos juntas me recuerda a mis momentos con Ismael. Su amistad ha sido real siempre, su afecto, nuestro camino.
¿Qué? ¿Por qué no puede ser lo mismo? O vas a decirme que mi amistad con el sordomudo no es igual que mi amistad con ella. ¿Por qué no iba  a serlo?, ¿porque no me contesta? Entonces, ¿qué hay de tí?

El amor en tiempos del facebook.



La ví en el wall de una amiga. Le di click esperando que no tuviera todo cerrado. Y un poco esperando que sí. Muy bien, era una buena chava, decente. Datos visibles, decía que estaba single pero no había puesto visible lo de “interesada en hombres” para “amor o amistad” ni nada de eso. Antes bien decía que tenía una visión política liberal y que era cristiana/católica. Sus fotos no podían verse, sólo la de perfil. Y cuando vi que le había puesto like a García Márquez lo decidí. Le dí add as friend. Ahora espero.

Sin tregua entre todos los nombres.



Aquel hola, que ya ni en la voz llevaba a mi pequeño alumno. La historia sí. Los carritos que confisqué en un recreo, la sonrisa, las ganas de hablar cosas que los otros adultos no entenderían. Sé quién es, no importa el nombre. Conozco sus miedos de niño, sus travesuras, sus ganas de crecer y tener control sobre su existencia, sobre su tiempo. ¿Cuántos nombres se me habrán perdido para cuando llegue mi jubilación? ¡Jesús! Y en un resquicio de su imparable monólogo digo: "qué bárbaro Jesús, cuéntame más".

Y que me lo robo.



Estaba ahí, no podía evitarlo. Parecía que quería venir conmigo. No es que supiera que le pertenecía a alguien. Pero todas las cosas (y la gente) de algún modo le pertenecen a alguna persona.
Pasó que lo miré, no sabía. No tenía idea de a quién pertenecía. Pero estaba segura de una cosa: mío no era.