La niña era hermosa, sus ojos como un mar de ternura y en el cabello el sol. Pero ahí terminaba el cliché. Por todo lo demás era completamente ajena a lo que uno podría llamar “promedio”. Sus acciones habrían obligado a Freud a reescribir toda su obra relativa a las polaridades. Alegre hasta las cachas, dramática (a tal grado) que dejaría a Marga López estupefacta a medio rodaje de “Azares para tu boda”. Aquella niña era un huracán. En sus emociones, en sus pensamientos y en esos pies. La flacuchita en vestido español, podía destruir todo a su paso o inventar algún modo de ponerle sabor al caldo en un segundo.
Venía llegando, la abuela Coyita no atinó más que a correr y poner llave a sus cajones. Esos, donde siempre guardaba botones, hilos; todo lo que usaba para bordarles vestidos tan bellos como ellas. Entraron.
Aunque hoy no escucharía la famosa frase donde la niña se preguntaba exactamente qué estaba buscando entre los cajones (al destriparlos y ser descubierta), la miró en el pleno entendimiento de que la batalla no estaba ganada. Y tenía toda la razón. Es bien sabido que cuando un niño tiene talento para la travesura y tú le estorbas, encontrará su camino creativo de alguna otra manera.
Para no hacer largo el cuento, la muy maja lleva encontrando la manera más de setenta años. La muy grosera ya se ha hecho de hijos y nietos para continuar sus travesuras. Se sigue levantando las mañanas de verano a mojarse en la lluvia con el más pequeño que encuentra en la casa. Y sigue fingiendo que nadie, como ella, baña bien a los perros; con el único fin de mojarse a manguerasos.
Ha hecho la grosería de tomar mi corazón y mi vida por asalto, de hacerme feliz. Hasta se metió en mi cuento cuando no estaba en los planes. Delicia ser hija de un cliché.