jueves, 21 de julio de 2011

Dx.

Jess dibujaba como nadie. Cantaba con una voz llena de colores que al salir de sus labios lo iluminaban todo. Su sonrisa instalada entre millones de pecas la hacía parecer una niña aunque nunca lo hubiera podido ser del todo. Y ahí debajo, la angustia. Sentir que había crecido tan sin poder evitarlo y ahora parecía estancarse.

Ya había ido a los doctores y la respuesta seguía siendo la misma. Epilepsia. Pero las crisis no eran como las que había visto en su amigo de adolescencia, tampoco se parecían a las de su nana mexicana. Algo distinto pasaba con ella.

Cuando estando en la lancha su amigo sufrió de convulsiones, él les avisó. Y hasta les dijo justo antes lo que debían hacer: hubo que meterle un trapo hecho bola en la boca para evitar que se ahogara con su propia lengua. Y la entrañable viejita aquella, caía de sopetón como regla en el piso sin aviso alguno, o metía las manos al aceite donde estaba haciendo papas fritas sin sentir nada. En ambos casos cuando la crisis terminaba, ellos no recordaban lo que había ocurrido. Volvían a la normalidad total, si acaso sintiendo los estragos que el daño durante el episodio les hubiera provocado. Para ella no era así. 

Todo el tiempo mantenía la sensación de incomodidad. No había un segundo en su día durante el que no viera al mundo como un confinamiento absurdo. Su piel cada vez más tensa. Su imposibilidad para actuar más allá. De lograr todo lo que se le ocurría. Pensaba tantas cosas, pero pareciera como si se encontrara en una prisión que apenas la dejaba moverse. Y sus "crisis" no eran otra cosa más que momentos en los que la incapacidad para moverse llegaba al límite. 

Psicólogos, crecimiento espiritual, ejercicio, más doctores.Nada.

Y esa mañana, al abrir la puerta, la sensación de súbito fue distinta. Sabía que podía hacerlo. El capullo se rompió. Y como en el mejor de su sueños, le brotaron alas. 

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