jueves, 21 de julio de 2011

Conflicto vocacional.



Entraba a la oficina decidido a todo. Lleno de una incontenible necesidad de gritarle aquello que debía saber. Que no estaba ya dispuesto a continuar con esto. Le hablaría de la injusticia, de la terrible soledad y el dolor que me provocaba realizar la tarea encomendada. Le diría que no estaba, tampoco, dispuesto a renunciar; sino que me empeñaría en modificar el absurdo al que me estaban haciendo sucumbir desde hacía (literalmente) siglos. Estaba decidido a defender la tradición que me hacía existir, mis colores. Pero también llevaba una solución a mano.
Había leído a Lipman, a Freire, a Piaget, hasta a Bettelheim; y tenía lista la defensa de mi tesis: Los nuevos niños oaxaqueños no tenían idea de que nuestra función era aterrarlos. En el mejor de los casos nos habían visto tallados en madera y muy sentados en las mesitas de los vendedores ambulantes que se disfrazan para hacer negocios con los turistas. Un perfecto momento para cambiar de línea.
Como la intención de mi exposición no era la renuncia, sino el cambio. Y sabía perfectamente que el cambio genera ansiedad. Estaba preparado para la furia que le provocaría. Por eso, y tratando de ser congruente, le expliqué que no sólo se generaría un ambiente mucho más grato para el trabajo, sino que también su labor sería muy enriquecedora. No se trataría de doblar las manos, de perder carácter. Sino de ganar en términos de misión, trascendencia, popularidad. Le vendería la opción de seguir siendo respetado, pero al mismo tiempo, y por primera vez, sentirse bienvenido.
Además los costos de operación serían casi nulos. Algunas tinturas naturales y hojas recicladas, de esas que tenemos en los archivos por montones. Una nota que, sin quitarle la diversión al asunto, haría que la experiencia en su conjunto resultara provechosa.
Bueno, tenía lista hasta la jugada ruin de apelar a su avaricia donde le propondría elaborar nuestras propias figuras y venderlas afuera de las escuelas. Claro, esta era la carta última, muy kantiana, lo sé.
No hubo necesidad. Después de tanto tiempo también estaba cansado. El cambio angustia, pero también puede ser muy liberador. Y siendo un político como pocos, estaba encantado de ver que la idea podía ser suya si funcionaba y mía si resultaba ser todo un fracaso.
Esa misma tarde llevé a cabo la capacitación con el resto de la flotilla de alebrijes. Y por la noche, acompañado del encargado de comunicación social y el cronista del departamento de pesadillas, escribí la primera nota amable para un mal sueño. HOLA, ME MANDÓ EL TEMOR A ASUSTARTE SÓLO PARA HACERTE MÁS FUERTE. ERES MUY VALIENTE. FELICIDADES. Juanito me miró orgulloso, había sido su idea.

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